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21.7.09

El Llavero de Paolo y otros bienes útiles


Podías por unos centavos en kioscos, bien nutridos de naranjú, bolas de jugo con dispenser, hongos psicodélicos de azúcar con palito -y otras delicias-, adquirir pequeñas glorias reciencitas llegadas de la China que a manera de juguetes divertían sanamente a jovencitos y niñas:

  • Había un llavero de un esqueleto tembleque que respondía al nombre de Bartolo, aunque no sé si ese nombre era algo más bien universal o un chiste interno.
  • Estaba el llavero, también, llamado Mano de Goma, que, vertebrado de alambre, te permitía casi sin esfuerzo gesticular diversos insultos falangistas.
  • Estaba El Pompón de Plástico, que me reacordaron anteayer, que no revestía utilidad. Después le agregaron cara y hasta pies.
  • Estaba La Pelota Pegajosa que después de arrojarla contra la pared una docena de veces se convertía en un asco informe.
  • Estaba el Miki-Moco que supo incluir un ojo de plástico entresacado en la verde viscosidad.
  • Estaba El Llavero de Jaimito, que degeneró con el tiempo en El Llavero de Paolo, lo rastreé: acá está.
  • Estaba El Resorte Loco, que desandaba escaleras.
  • Y, con el fin de la década, todo lo anterior se sintetizó en el ensayo social más inhumano desde las prácticas farmacológicas experimentales en presidiarios de alto riesgo: El Loco Lope, ya saben, esa media de nylon con cara rellena de semillas que tras un cuidado sarmientino suplía la falta de capilaridad con pasto.

¿Recuerdan algún otro must de aduana fácil?

23.5.07

me dio una canción

Mi vieja tenía dos casetes de Silvio Rodríguez: Unicornio y Tríptico 2. Madre debería escucharlos con cierta asiduidad, imagino. Por eso, cuando fui un poco más grande y osé revolver el cajón de los casetes, el rojito sin caja y la cajita con el 2 serigrafiado en verde flúo se congeniaron a las mil maravillas conmigo: fue amor a segunda oída.

Era el recuerdo de la infancia más una lindísima música: era una mezcla explosiva.

Una tía para un cumpleaños en vez de regalarme algo me dio plata y yo le pedí a mi papá que me lleve a la disquería Pichín, que quedaba en Avenida del Trabajo –era un páramo para los sentidos ese lugar, era mágico-, para comprarme un casete de Silvio.

La oferta era amplísima y sólo me podía comprar uno. Elegí por la tapa. No conocía su trabajo más allá de los dos discos que había escuchado tanto. Tendría 10, 11 años. Elegí por la tapa una tapa que era el contraste del rostro de Silvio –a la manera de los íconos revolucionarios- recortado sobre una patina naranja. Aún no tenía ideología política. Y era feliz.

Me acuerdo que le mostré a mi tía lo que había hecho con la plata que me había dado, le mostré el casete, y mi tía me dijo que no sabía quién era Silvio Rodríguez. No lo escuché ese disco, lo mire mucho, muchísimo, pero no lo escuché.

Años después me reencontré con el casete y lo escuché. Se llamaba Mujeres y tenía al final del lado “a” una canción que se llamaba Te doy una canción. La canción decía que Silvio estaba gastando papeles recordando a una mujer, una mujer que lo hacía hablar en el silencio, y que el tiempo pasó y que, de pronto, el tiempo fueron años, sin que ella pasara por Silvio detenida. Y eso de que le daba una canción, como un libro, como una palabra, y hacía, de paso, cañazo, un discurso sobre su derecho a hablar.

Hago un discurso sobre mi derecho a hablar es un idea fuerza que puede conmover a un preadolescente, aunque no sepa explicar cuáles resortes me movilizaba esa frase, esa frase que se piensa a sí misma.

Al final le daba una canción a la chica y decía Patria, así, con mayúscula. Y se sabe que la patria es la infancia. Y una canción, acaso, dada como un disparo, una guerrilla, como el amor.