
Podías por unos centavos en kioscos, bien nutridos de naranjú, bolas de jugo con dispenser, hongos psicodélicos de azúcar con palito -y otras delicias-, adquirir pequeñas glorias reciencitas llegadas de la China que a manera de juguetes divertían sanamente a jovencitos y niñas:
- Había un llavero de un esqueleto tembleque que respondía al nombre de Bartolo, aunque no sé si ese nombre era algo más bien universal o un chiste interno.
- Estaba el llavero, también, llamado Mano de Goma, que, vertebrado de alambre, te permitía casi sin esfuerzo gesticular diversos insultos falangistas.
- Estaba El Pompón de Plástico, que me reacordaron anteayer, que no revestía utilidad. Después le agregaron cara y hasta pies.
- Estaba La Pelota Pegajosa que después de arrojarla contra la pared una docena de veces se convertía en un asco informe.
- Estaba el Miki-Moco que supo incluir un ojo de plástico entresacado en la verde viscosidad.
- Estaba El Llavero de Jaimito, que degeneró con el tiempo en El Llavero de Paolo, lo rastreé: acá está.
- Estaba El Resorte Loco, que desandaba escaleras.
- Y, con el fin de la década, todo lo anterior se sintetizó en el ensayo social más inhumano desde las prácticas farmacológicas experimentales en presidiarios de alto riesgo: El Loco Lope, ya saben, esa media de nylon con cara rellena de semillas que tras un cuidado sarmientino suplía la falta de capilaridad con pasto.