12.7.05

paz hospitalaria

Casi no recuerdo mi infancia: recreo un todo de felicidad y algunas particularidades intrascendentes: un zapato furtivo en la fuente de Mataderos, mi tía y ese complejo habitacional gris del futuro, que no llegó hace rato, y no mucho más. Sin embargo rememoro con una extraña alegría cuando iba al médico con mi mamá, indefectiblemente, y con mi hermano, Agustín, a veces.

No sé por qué me daba esa rara felicidad visitar galenos.

Estoy hablando de la primera infancia, de cuando todavía iba al turno tarde, de cuando las mañanas empezaban a las 10, de cuando los otoños tenían colores de otoño, de cuando miraba Mazinger-Z, Astroboy o los Thundercats antes de ir al colegio.

Ir al médico implicaba entonces levantarse muchísimo antes. Se necesitaba ir al centro -una hora de viaje- y, en la mayoría de los hospitales, había que estar bien temprano. Desperezarse cuando el sol no había salido aún; cuando la tele sólo transmitía en todos los canales un círculo con la hora y la temperatura y barras de colores de fondo y un disco de Manolo Galván.

Era una experiencia en sí misma despertarse tan temprano.

Cuando me tocaba ir al IAPI, un sanatorio que según dicen quedaba en la calle Arenales, mamá me compraba, a veces, en una juguetería de la vuelta, algún ejemplar de una serie de libros ilustrados para niños del tipo “quisiera ser grande”. Uno que recuerdo especialmente es “Quiero ser futbolista”.

De la clínica de la obra social de Hacienda, que estaba hasta hace nada en Rodríguez Peña y Lavalle, recuerdo que tras los chequeos médicos comía medialunas en los cafés aledaños, como premio al ayuno obligado. Desayuno.

Pero lo que más me impresionaba de todo era la sensación de sencilla y rara armonía que me trasmitía el doctor -o la doctora- cuando me ponía el estetoscopio, frío como el invierno, en la espalda, mientras repetía “respirá hondo por la boca”, para, al segundo, ordenar suavemente: “Largá”.

Ese sentimiento de linda y extraña paz lo sentí además con algún sacerdote durante los momentos de confesión. Váyase a saber por qué.

Mamá siempre estaba más solícita, y más suelta del bolsillo, con Natanael enfermo –entonces no respondía a ese nombre-; los caprichos eran un plus que también debe influir positivamente en la balanza de la rememoración de la felicidad hospitalaria.

1 comentario:

Apollonia dijo...

El tacto del estetoscopio, el sabor de la paleta de madera para examinar la garganta, los caprichos complacidos por 'portarse bien en el médico'... La niñez como metáfora de la felicidad completa, ochentosa, esperanzada.

Y la confesión claro. Pero que también fue hace mucho.