Amenazas de un final, la vida de Federico Moura
Leyenda de un hombre que, en vez de levitar, simulaba que caminaba
Los mitos son como las llamas: una vez que se encienden el viento sólo consigue expandirlos. La vida -y la muerte- del cantante de Virus se puede inscribir sin dificultad en la máxima.
Una suave brisa se sintió el 21 de diciembre de 1988. Aquel día la amenaza de ese final que presagiaba su propia voz en Danza Narcótica, se hacía profecía. La enfermedad había transformado su cuerpo, pero él, años atrás, ya se había tomado el trabajo de transformar a toda la escena del rock nacional con el susurro de su fraseo, sus bailes sensuales y su dominio escénico. Hacía como que caminaba para no enrostrarles a los inhábiles que en verdad levitaba; se trasladaba “a dos centímetros del suelo”, cuenta Carlos Polimeni en El ángel extraviado, libro biografía de Federico.
Los machos del rock atinaban a escupirlo cuando confesaba en el escenario que gozaba entregándose al sol, dándose un rol ambivalente. Desde allí, a los que lo tildaban de frívolo, les respondía: “Todo el tiempo quiero estar enamorado”, ¡mientras se preguntaba qué estaba haciendo en Manila!
Era lo más rock que se les podía decir a esos putos.
15 de octubre de 2003
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