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23.7.08

La Margarita, Episodio Final

Episodios I, II, III y IV

En el capítulo anterior presagiaba que Otoño nos sumiría en una feliz melancolía final. Y bueno, llegó el otoño, parafraseando a Gelman, haciendo sus últimas señales, acostándose tranquilo bajo el oleaje de sus manos. De las manos de Margarita y de nuestro joven héroe de los lúmpenes: Mauricio. Recordemos que esta es la historia de un amor adolescente en la metrópoli montevideana de mediados de los 70’s. Recordemos que se vieron, se hablaron, se besaron, asumieron responsabilidades mutuas y unilaterales y, principalmente, se ilusionaron con un futuro único y compartido. En el medio pasaron bailes, tarde de lluvia, días de carnaval, orquestas de tango, trabajos en farmacias, conversaciones en un café y simpáticas humillaciones de la barra para nuestro enamorado en jefe. Durante 4 episodios repasamos las aventuras de este amor tan normal como excepcional de Mauricio y Margarita. Pero cuando todo parecía desembocar en ese sino de las películas hollywoodenses, quienes con sabiduría conocen desde donde y hasta donde contar una historia de amor, para dejar en la audiencia esa leve mueca de felicidad y la certeza de que será imposible llevar ese molde de relación a un vida habitual y urbana. La obra de Jaime Roos y Mauricio Rosencof tiene la genialidad de contar un poquito más, de dejarnos con la triste melancolía de que las cosas no fueron como esperamos, que ni Margarita es Julia Roberts ni Mauricio es Hugh Grant. Y que esto no es Nothing Hill sino El Cerro, Gil. Pero para que anticipar tanto si Otoño se toma el trabajo de decir esto mucho mejor que un dudoso juego de palabras. Última parte de la Margarita.

Dejamos a nuestra pareja con el primer atisbo de no future. Maga era la canción. Ella se iba en planteos de celebración marital, vestidos de novia y baterías de cocina. Él asentía cada propuesta con la involuntariedad propia del enamorado. Y dejaba picando la frase que con Otoño se resignifica: en Maga dice: Yo quise con ella cuanto quiso. Y podía ser feliz, querer con ella cuanto ella quisiera y que ella felizmente quisiera lo que Mauricio ansiaba. Pero dejamos a entrever que quizás ella no quería todo lo que él quisiera

Otoño

Aquella tarde de otoño era dorada, árboles y casas tras un tul amarillento. Las copas calmas, el cielo tenue, el sol más lento. Sus ojos sonreían, estaba enamorada. La música es un valsecito hermoso, colorido de bronce, de ocres, de oros. Hay un resplandor que no llega a calentar y entre los árboles pequeños haces de luz rompen con las copas y se proyectan hacía abajo como reflectores sin protagonista. Ella está bien enamorada, contenta y feliz con Mauricio. Las hojas muertas de los árboles tapizan el suelo en degradés que trasmiten paz y sabiduría. La película terminaría acá, con el rostro feliz de Margarita mientras que el farol garúa su primer aliento. Pero, no, intercambia unas palabras con Mauricio:

- ¡Dios mio!- dice- ¡Qué nunca pase nada!

- ¿Qué puede pasar? Nada. Nada va a pasar.

- No sé… Es que todo esto es tan hermoso.

Qué nunca pase nada. Qué nada pase. Es todo esto tan hermoso que es mejor que no pase nada. Porque cualquier cosa que pase probabilísticamente empeorará esta situación ilusoria perfecta. Es la perfección. Qué no pase nada. Mauricio se da cuenta y duda, y dice, retórico, qué puede pasar, y entra a cuestionarse y dudar más, nada, nada, nada va a pasar, no sé, no sé. El hombre absorto ante el amor y la belleza no puede decir más que nada y no sé. Siempre fue así. Es que todo esto es tan hermoso.

Sigue contando en primera persona: Nos besamos con miedo y volvimos a andar, pero tanto silencio se nos hizo penoso. Genial, se besaron para anular el efecto de la duda pero les salio un beso fingido, un tiro para el lado de la injusticia. Y volvieron a caminar, en silencio, y ese silencio se les volvió en contra: redimensionaron el miedo inicial, no ella, él, ella no sé, no sé, es que todo esto es tan hermoso. Entonces eligió hojitas secas para pisar y el juego volvió el dorado más luminoso. Ella actuó naturalmente y se alejó jugueteando con las hojitas, el sol, los reflejos. Él se quedó perplejo con su amor mirando a la Margarita como individuo, sola, hermosa.

Así termina la obra musical. Un coro de dudas interviniendo entre sí, qué nunca pase nada, no sé, qué puede pasar, nada, no sé, es que todo esto es insoportablemente hermoso.

La última canción es un epílogo al estilo clásico, se llama En la esquina. Vuelve el narrador desde su madurez, como en Kevin creciendo con amor, recordando. Sólo había aparecido en el prólogo. Vuelve para cerrar la historia y decirnos con palabras de este mundo que un gran amor nunca puede ser tan malo a pesar del sufrimiento, siempre un amor lo mejora a uno porque el aprendizaje radica en esa eternidad transitoria del momento recordado. Espero que les haya gustado, cerramos con Mauricio:

Que misteriosa brisa de la memoria

Refresca con el tiempo aquél amor

Qué misteriosa brisa del amor

Refresca con el tiempo mi memoria

Y no hay final para esta historia

Tierna, sencilla, de puro candor.

Estuvo y está en pleno verdor,

Viviendo su eternidad transitoria.

En el entrevisto atardecer dorado

Y en la hoja otoñal que crepita

En las calles de un barrio añorado

Con faroles que encienden la hora de la cita.

Y en esas veredas que camino confiado

Porque sé que en la esquina aguarda Margarita.

6.6.08

La Margarita, Episodio IV

Episodios I, II y III

Dejamos a nuestra parejita de novios viendo llover en una calle desierta, imaginando que ese espectáculo era sólo para ellos, tal su estado de gracia, y su metejón, y los dejamos, además, después, en otra canción, un poquito más crecidos, ya universitarios, a la Margarita y a Mauricio, en el recuerdo de algunos encuentros no tan fortuitos a la salida del trabajo de ella, en una Farmacia de Colón. Los dejamos besándose.

Golondrinas, la canción que nos ocupa ahora en la obra de Jaime Roos y Mauricio Rosencof llamada La Margarita, una epopeya emocional en 15 actos, es, de alguna manera, la continuación de Nocturno por otros medios, como la guerra y la política más o menos. Ahí nos cuenta que salían de un cine, o de un teatro, del Metro-Hall para ser precisos, y se ponían a hablar, como mayores, del futuro.

Acá recapitulemos un poco más atrás, en Conversación les comenté que ellos bailaron y conversaron como si no fuesen unos botijas, impostando una madurez que ellos no tenían, ni como modelo en sus familias. En Golondrinas esa insinuación se dice con todas las letras. Hablan como mayores del futuro, sin apuro, porque el futuro es enorme así que ¿pa’ qué apurar? Entonces se ponían a elucubrar una vida compartida, acto seguido, como mayores, ese futuro. Todo era diáfano, fácil, seguro. No hay nada más fácil que pergeñar un futuro junto a una pareja en los primeros meses de un amor. Y mientras Margarita deba rienda suelta a su ensoñación romántica, poética y pura, llegaba el mozo, “¿Y qué van a tomar?”.

Ellos lo miraban de coté, con el desdén de los soñadores. Esa sensación, de cómplicidad, de “pobrecito, no se da cuanta de lo importante que es nuestro amor, dejalo”. El mozo, por su parte, con cara de “sabés las parejas que vi así como ustedes, ¿querés que te cuente cómo terminaron”, la servilleta en el brazo izquierdo, el repasador en la mano hábil, un poco frustrado, sin querer estar en ese bar y sin tener un lugar mejor adónde ir. “Yo un té”, apenas murmurado, dice Mauricio que murmuró para sacarse, ofuscado, de encima, al mozo inoportuno. Margarita volvía a colgar cortinas de colores. Y en la pared de un patio sombreado golondrinas de yeso y otros primores. Él embelesado mirándola con el mentón sobre las dos palmas en V, los codos en la mesa, en un bar, los ojitos brillantes, en ella, que un poco ensimismada adorna, vehementemente, casi aún, la casa de los días por venir.

En Maga se continúa esa tesitura, algo más cotidiana, en otro escenario, frente al mar. Margarita se reclinaba en su espalda y dorada y adormilada comenzaba a divagar. Un tanguito suave, algo melancólico ya, nos alerta sobre algo incompleto, trunco. Ella, por su parte, monologaba sobre su ajuar de su casamiento: traje de novia, batería esmaltada. Y cuando en su inventario no faltaba nada suspiraba un “ya nos podemos casar”.

Yo quise con ella cuanto quiso, cerrará un poco más adelante en esa antepenúltima canción, mientras un acordeón triste va tiñendo con toda una gama de ocres esta historia de amor, como un presagio. Pero Mauricio, dice que más que a esa tierna fantasía amó a La Maga que la creaba con su hechizo.

Él quiso con ella cuanto quiso. Antes de que Otoño nos suma en una feliz melancolía final, en el último episodio de La Margarita, recordemos esto. Mauricio la quiso, la quiso mucho, quiso con ella cuanto quiso, aunque él, quizás, no quería golondrinas de yeso en el patio sombreado, ni un juego de batería esmaltada para la cocina. Mauricio más que a esa tierna fantasía, quiso a la maga que la creaba, a esa fantasía, mediante su influjo, su hechizo.

Mauricio quiso con Margarita cuanto Margarita quiso.

Y parece que Margarita no quiso mucho más.

12.5.08

La Margarita, Episodio III

Recapitulemos la historia de amor tierna, sencilla, de puro candor entre Mauricio y La Margarita. En el post anterior nuestros jóvenes aprendices de amantes besáronse en el baldío abandonado posteriormente a la advertencia de la Albita, que libró con éxito el rol prominente de campana. Y , un beso antes todavía, pisando el mundo corrigiendo la noche, habíamos repasado las desventuras que se tejieron, los acontecimientos que permitieron ese beso que selló ese amor, y que sigue aún latente para uno de los dos, al menos; para el que lo cuenta, el narrador.

Habíamos prometido la instancia del amor perfecto, el esplendor del cariño más inocente, el primero, el adolescente. Qué nos deparará La Margarita, veamos…

Comentaban una película que acababan de ver en una calle cualquiera del Montevideo anterior cuando los pescó un chaparrón. Riendo y de la mano tuvieron que correr hasta quedarse quitecitos ambos en un portón. No es menor este momento en el que nos encontramos, están en lo mejor del amor, al decir de un cantante popular, apenas descubriéndose, felices y enamorados. Los pesca el chaparrón riendo y de la mano, el portón detrás, de frente hacia la calle, desierta. Esa falta de literal movilidad social también los pescó, no como un chaparrón, ante una certeza: no había nada más, eran ellos, y todo lo demás no también. Estaban sin saberlo entonces habitando el espacio del amor más prístino.

¿Cuánto hace que estamos mirándonos a los ojos?

Según mi reloj, una jornada laboral y dos horas extras no remunerativas.

La calle desierta nos dio la sensación de que solo nosotros veíamos llover, dice el poeta. Muy bien 10 por el poeta. La ausencia real (y la ausencia virtual) de seres les hizo creer, sentir, mejor dicho, que ellos solos veían llover. En sus cabezas ese espectáculo desigual de la lluvia era de repente un acontecimiento ejecutado para ellos solitos. Después agrega: el universo sin pájaros, vacío, por hacer. En la cumbre del amor posible, y no tanto, nuestros jóvenes maravillosos se piensan tan optimistas de sí que hasta pueden poblar nuestro universo vacío al calor de sus decisiones unilaterales, pueden crear un mundo, y dárnoslo después, tal su arrojo atrevido. Como una revolución socialista sin un solo tiro, como una utopía realizable. Y entonces callaron. Cuando la lluvia paró, volvieron a andar, la tarde oscurecía desolada, cuadras y cuadras sin poder hablar. No se podían separar, claro, porque fuera de ellos no existía nada. Si ellos eran El Mundo, ya que en el mundo no había más que ellos, cómo podían separarse, su separación generaría un Apocalipsis secular y chiquitito. Esa canción se llama Lluvia, cuándo no, dando en la síntesis este muchacho Rosencof.

Acá viene mi canción favorita del disco. Nocturno, con ese título tan girondiano, tan cosmopolita de los años 60, tan tanguero, tan austral.

Crecieron.

Crecimos. Ella [la Margarita] empezó a trabajar en una farmacia de Colón. Otra vez el ejercicio solidario de situarse en el lugar del otro. No sin antes celebrar nuevamente el poder del cronista, ese que le permite aglutinar con una frase todo un conjunto de significantes. Mauricio en una frase nos cuenta que pasaron unos años de amor inocente, que las obligaciones empezaron a mellar la relación, que ya empezaron algunas primeras fisuras menores –todavía negadas-, que las pequeñas obligaciones ya empezaron a distraer eso tan importante que es el amor compartido. Todo eso con una frase sencilla: crecimos. Porque crecimos no es una palabra, es una frase, un cuento corto, una novelita ágil; no es una palabra, no. Pero además nos sitúa en una farmacia, y además, nos mete una especificidad geográfica, la calle Colón. Yo sin conocer Montevideo casi nada me imagino la escena por completo. Sigamos. Cuenta que ella salía a la 7 de la tarde y, de vez en cuando, preparaba sus urgencias y la iba a buscar. Él, embobado como madre, se pasaba en la vidriera para verla despachar. Que lo diga Mauricio: Ineludible rubia de blanco almidón y eran tales sus gracias y mi metejón que no había caso y me ponía a fumar.

Aa Oo Oo Uuu Uuuu…

Se bajaban del bondi, cuenta también, en la otra parada de la que debían, para ganarse unas cuadras para caminar, y mirando bien atentos que nadie viera nada se iban a buscar un racimo de sombras para que ella se limpiara la boquita pintada y que aquello sea una de besar y besar.

Aa Oo Oo Uuu Uuuu…

Los dejamos ahí por ahora, shh!

24.4.08

La Margarita, Episodio II

Pasó sin gloria y con mucha pena el primer episodio de la serie La Margarita, disco-novela, por entregas, que relata la historia de un amor, como si hubo otros iguales, de a montones, en occidente. Porque el amor iniciático de Mauricio y Margarita no tiene ribetes distintivos sino más bien todo lo contrario, y en esa simpleza encuentra la mejor forma, y en esa universalidad encuentra su principal virtud, la empatía.

Resumen de un conjunto de capítulos anteriores: un día paveando nuestro amigo Mauricio vio a la más linda chica que había visto hasta ese entonces y se enamoró. Pero era tan chico, inexperto y tímido que se tomó un montón de tiempo en buscar una forma verbal de comunicárselo. ¡Pasaron 6 canciones sin hablarse! Eso sí, se miraron mucho.

Ahora empieza la acción. En dos o tres canciones sucede más que en toda la presentación, porque estos chicos rompen el hielo, y pasan.

Conversación. Habíamos dejado a nuestro pequeño enamorado con el corazón roto un poco ebrio en la barra del Tincho, a pura caña habanera, riendo fuerte para que Margarita lo oyera, porque le había gustado un coso, que llegó de portafolio bajo el brazo. Imaginamos que hubo un tiempo en el medio, pasaron algunos meses, antes de cruzársela en una matinée bailable del club Cuyutí, en una velada familiar. Ni bien la vio, para hacerse el recontra capo, se puso a fumar un cigarrillo, para mandarse la parte. Un Nevada, un Fiesta. Y ella impresionada tuvo que admirar al hombre superado de las cosas mundanas. En ese antemundo, que es el mundo de los padres, en los bailes pululaban los cabezazos y las madres vigías. Él, ya más seguro de sí mismo, escudado en su investidura de hombre mayor, de guarango, con una leve seña, la invitó, gestualmente respetuoso, “¿Quiere bailar?” Ella, endomingada, tuvo que aceptar su cancha. La tía, que patrullaba un montón de nenas, lo ve inofensivo y le dice a Margarita “andá nomás”. Entonces le habló, bailando un tango. Le habló por primera vez. ¿Qué le gusta más? ¿La típica o la jazz? Acá tenemos dos o tres cosas para analizar, lo anacrónico de que dos pibes se traten de usted. Vuelve el antemundo con todo. Pero también todo lo que se desprende de la pregunta en sí. Dos niños jugando a hacerse los grandes, él preguntándole qué tipo de orquesta de tango disfruta bailar, sí la típica o la jazz. Mientras tanto la canción se transforma en un vals y los imaginamos, en ronda, tomados por una cámara grúa, que amplia el campo, perdiéndose, entre muchas parejas iguales, vestidos más o menos parecidos, bailar atildados como adjetivos esdrújulos este tanguito valseado. Y vuelve la pregunta, ¿la típica o la jazz? Chan chan.

Llegamos a El Beso. Vemos como los nombres de las canciones son los estadíos clásicos de este amor bastante universal. Nos trasladamos al escenario del primer beso, también suponemos que en el medio sucedieron algunas cosas menores que no merecían decirse en canción. Entra a lucirse la figura de Albita, la amiga, que iba a oficiar de campana para cuando no haya gente que circunde el baldío abandonado. Mucha ternura me figura la figura de Alba. Ante la quietud, mediante un “ahora”, nuestros noviecitos, toda la liturgia junta, van a darle rienda suelta a ese primer beso. Mientras tanto, Albita, en la esquina, emocionada de audacia, desfalleciente, la voz precipitada, grita, les dice, “¡Ahora!”. Y se dejaron en sus labios un beso aún latente –latente 50 años después, recordemos que Mauricio evoca este amor desde el principio, que ya sabemos primero e inigualable-. Fue un atardecer, en el día señalado, y así consumó la primara nostalgia de enamorado, en esta canción con piano, verdulera y percusión mínima, en clave canzonetta napolitana midtempo.

Fama, para terminar este episodio II, nos trae de vuelta la barra, los muchachos del Tuyutí. Otra vez la mirada del Otro, pero desde el otro lado, antes eran competencia, hoy irónicos cómplices. Margarita guardaba Tapas Cancioneras porque traían fotos de Robert Mitchum, y ella decía que se parecía a él. Y él se temía que se entere la muchachada porque lo iban a cargar la vida entera. Fue en verano y en la heladería. Estaba sentado junto a Margarita y en eso se le acercan todos los vagos en hilera, el Tito, foto en mano, le dice Robert Mitchum, ¿me la firma? Y le da la lapicera.

En estos días que vienen todo el viento del mundo soplará en su dirección corrigiendo la cola de la osa mayor y otras estrellas menores del firmamento. Se aproxima así el subconjunto de canciones de la burbuja del amor perfecto. Hasta entonces.

18.4.08

La Margarita, Episodio I

Yo miraba llegar su silueta delgada / lánguido el braceo, el paso cansino / y se llenaba de duendes el camino (…) / Nadie vino a mi con más frescura / ni a nadie aguardé más anhelante (…) / Pero hay en su regreso tanta ternura / que aguardo y aguarda y vuelve palpitante.

No me puedo alejar mucho tiempo de un disco. Es uno de esos discos fundamentales, una de las obras más bellas con las que me topé en estos años de vida. Se llama La Margarita. Es una obra con música de Jaime Roos y letra del ex tupamaro y actual ministro de Cultura de la municipalidad de Montevideo, al parecer, el emérito, Mauricio, Ruso, Rosencof.

Es imprescindible para mí por la idea, que, en principio, se me hace nada original. Pero sí, sorprendentemente, lo es: no lo hizo nadie antes. ¡Y es una idea tan sencilla! La Margarita es una novelita de amor por entregas.

Discos conceptuales nos sobran, pero discos conceptuales de un amor, por entregas… (quizás haya más que no recuerdo, me pueden ayudar, y recomendar) sólo recuerdo Sí! de Julieta Venegas, que es posterior a este disco. La Margarita es además una historia de primer amor. Y cada canción es un mundito alrededor de un estadío de ese primer amor de Mauricio, que es, claro, Margarita, La Margarita. Y es un ejercicio de belleza, de una mirada tan tierna, de una síntesis tan virtuosa, de un cariño tan aún latente, que redundan en una obra de arte con pocos equivalentes.

Me voy a proponer analizar, amalgamando canciones, las estadíos de este amor, haciendo montones, perros con gatos, soles y estrellas, las canciones que mantienen una unidad afín. Así que este primer post abordará desde el momento que nuestro muchachito ve a Margarita por primera vez hasta que se le anima a sacarla a bailar, inofensivo, con aire de guarango. Él disco tiene 15 momentos. En esta primera etapa tomaremos hasta que el botija se emborracha porque a Margarita le encantó ese coso.

Veamos, el primer tema, El regreso, es Mauricio ya de grande, recordando, con las frases que acompañan el comienzo de este post. El autor en off recordando, emotivo y poético, lo que le pasaba por la respiración cuando la veía a Margarita, se llenaba de duendes el camino. Y nos pone en situación, Montevideo, tiempos viejos. Eran otros hombres más hombres los nuestros. Los muchachos de antes no usaban gomina.

Ya para el segundo tema, Encuentro, entra Jaime Roos a ponerle su voz, a cantar la historia. La vi una mañana cuando iba al almacen, la calle estaba llena de verano, empieza. Después cuenta que a la sien se le subió el vestidito, ¡tan liviano!, y que desde ese día, a esa misma hora, la esperó, vaya uno a saber cuántas veces. Fue como si le hubiera dado cita, ella a él. Es una canción sincopada, tierna y dulce. Ella lo registra pero no le habla. A veces lo miraba, con un no sé qué.

Se enteró que se llamaba Margarita y supo que estaba enamorado.

Pasamos al tema 3, Turbación, cuando entra a jugar la muchachada, la mirada del Otro. Está nuestro enamorado, su enamorada, miradas cómplices, vergüenza adolescente. En turbación entran los amigos a ocupar su espacio, a intimidar y/o a apoyar al héroe, según les venga en ganas a la turba. En este caso, la barra respetuosa se hacía a un lado cuando ella pasaba y Margarita saludaba lo más fina. Corro el riesgo de trascribir toda la canción, y quizás lo haga, pero dice que no se debía por ley piropear a una vecina y además, Margarita, era un ser alado. Dejaba en el aire tal perturbación que nadie decía nada, Nobody told me nada, y, como adolescentes salvajes, cualquier motivo les daba la ocasión para cagarse a trompadas, ahí nomás.

Después llega La mirada. Los primeros temas fueron para ponernos en situación, la música, como en las buenas comedias musicales, se destacan en una, dos, tres canciones. En las otras, las demás, se acompaña la letra, se agrega algún matiz, pero sólo sirven a fin de que la historia fluya, porque lo importante es la historia. La mirada es uno de esos temas con fuerza propia. Jaime llama a sus viejos amigos del coro y se mandan un candombe de aquellos. Nos pinta un tablado, un día de carnaval, la metafísica del barrio, el esfuerzo de los que le ponen el hombro a la comparsa, con dos o tres frases nos da un marco del barrio. Y aparece Margarita, que como él la miraba, ella se hacía la difícil, pero poco importa, porque la indiferencia, se sabe, la hacía más bonita. Pero al irse, al descuido, Margarita le dejó una miradita, y los cachetes colorados: ¡ella también lo amaba!, se piensa el muchacho. Mientras lucía el barrio con orgullo su tablado, en la esquina, que era una, única. La esquina, el mundo y sus infinitas posibilidades. La Margarita y nuestro pequeño nene hermoso.

Ahora aparece Sandía, canción que en un derroche de originalidad le da una pincelada más al escenario del suceso amoroso. Aparece un personaje secundario, que se adueña de una canción para darle un marco al juego del amor trascendente. El vendedor se despachaba con su canto universal de barata la sándia y, ellos, como que se cohibían. No habían siquiera conversado una vez, y eran tan tiernos que ni mirarse podían, usaban el objeto como conductor del discurso: Entonces para que nadie sospechara nada de que cruzábamos miradas las dirigíamos sugestivas a las sandías, explica.

Pero sin conflicto no hay historia y sin un tercero en discordia no hay novela, así que pasemos a la última canción que tocaré en este primer pasaje de La Margarita.

Indiferencia, una pianola nos avisa de que llegó al pueblo, con un portafolio bajo el brazo, un tipo elegante, que a Margarita le gustó, y el descubrió lo qué es el desamor, así que se fue al boliche, amargado y caviloso, y le pidió al Tincho una caña habanera, que lo puso lacrimoso. Acá vamos a detenernos en la frase final que la música acompaña con swing y silbidos que le quitan tragedia, la relativizan. “Me reí fuerte, para que ella me oyera.” Qué sabiduría rescatar ese gesto. Cuando se es adolescente, y de más grande también, para qué negarlo, cuando no te animás a hablarle a una mina que te gusta se recurre al viejo y querido llamado de atención vergonzoso de reirse fuerte, para que ella al menos nos registre, que al menos sienta pena por nosotros. Creemos que ella, al darse cuenta, dejará de mirar al tipo elegante, ese coso al que la mina le gustó tanto. No funciona. Siempre hay que recordarlo.

En la próxima entrega nuestro muchacho le hablará a Margarita por primera vez, así que no se pierdan la etapa del descubrimiento.