
El líder de Bersuit Vergarabat de frente al Cabildo sobre la Plaza de Mayo señalaba hacia adelante a la vez que rompía “hijos de puta, en el Congreso”, después señalaba a sus espaldas: “hijos de puta en la Rosada; y en todos los ministerios”, su mano derecha ya imitaba el movimiento de un ventilador de techo, señalando al pasar todos los edificios públicos macizos de la institucionalidad perdida, en nosotros, no nacida. Década del noventa. Debajo del escenario como una jauría hambrienta y sin presa cientos de pibes coreábamos “ellos tienen el poder y lo van a perder”, que se repetía hasta perder la cordura, forzando hasta la métrica.
Era una canción de Las Manos de Filippi, Sr. Cobranza, que el Pelado Cordera había grabado para Libertinaje, disco producido por Gustavo Santaolalla. La torpeza censora del gobierno de Carlos Menem había llevado a híper difundir este himno de la desazón, sin la radio, mano a mano, ni internet, en cedés, casetes, como una especie de resistencia cultural en democracia. Eso también de “se viene el estallido”, cuando Bersuit, La Renga, Los Piojos, Almafuerte, Actitud María Marta y varios grupos más recordaban en Ferro los 20 años de existencia de la organización Madres de Plaza de Mayo.
Cómo cambió todo el kirchnerismo en 2003, desde la figura desconocida de Néstor, quien modificó para siempre la concepción del enemigo, las alianzas, los pibes, en fin, la cultura, y con ella la cultura rock, que pasó de ser de resistencia a vaya uno a saber bien qué. El mejor ejemplo de todo este proceso es quizás El Cabra, cantante de Las Manos de Filippi, quien pasó de semblantear “sí son todos traficantes, ¿y sino el sistema qué?” a presentarse como candidato a legislador porteño por el Partido Obrero, al sistema, bienvenido. A las Madres y a Santaolalla el kirchnerismo también los puso en otro lado.
Como dijo alguna vez Martín Rodríguez, la democracia es gris, pero la más grisácea de las democracias es mejor que una revolución impracticable, entendimos después. Lo entrevimos desde Néstor Kirchner. El legado que mejor explica al kirchnerismo es la cultura de lo estatal, la lenta incorporación de un discurso burocrático, el aprendizaje de los resortes institucionales para la construcción de poder desde la autoridad presidencial.
De repente, por inquietos, tuvimos que anexar a nuestros saberes cosas como camaristas, conciliación obligatoria, superávits gemelos, defensa de la competencia, paritarias, cautelar, y un largo etcétera. La novedad del Estado interviniendo convocó a una Segunda Argentina en donde las cosas más o menos funcionan como debieron haber funcionado siempre y por ello era todo sorprendente, nuevo, reformista, con tintes insurrectos.
Las primeras sorpresas de Néstor Kirchner fueron discursivas, la novedad era tan sencilla como escuchar a un tipo normal que expresa el sentido común, con la brutalidad de la sensatez. Generaba entonces conmoción escuchar a un presidente decir lo que la gente de a pie decía entre amigos. Hablar de Derechos Humanos, de Genocidas, de la Corte Adicta, de los organismos multilaterales de crédito, de complicidad civil. Un punto alto fue el discurso respecto al FMI, ¡cómo un presidente podía decirles a esos buitres que se paseaban por el Sheraton para obligar a ajustar más todavía durante la peor crisis que este país recuerde!: “No, señores, ustedes no nos controlan más, sus políticas nos llevaron a la ruina.” La densidad del ejercicio del poder ejecutivo era, y lo fue, a su manera, revolucionaria, tanto que su liderazgo cambió para siempre la cultura política, social y económica de la Argentina.
La llamada voluntad política no podía mover montañas como la fe de un granito de mostaza pero podía alcanzar una obra pública que dé trabajo a cientos mientras se exportaban los granos a un dólar competitivo. Los desangelados de 40 y los pibes que veían la luz pública modificaron su inercial concepción apática de la historia.
Un cambio político, en términos culturales sísmico, que condenaría el cinismo al monobloque y al nihilismo al periodismo de elite. El rock no pudo ser más aquello que era. Porque el rock como música joven popular hegemónica ya no podía blandir rebeldía, porque metonímicamente, la rebeldía se desplazaba a otras significaciones, a donde debían trasladarse, a la política, a la militancia, al gris ejercicio de mejorar de a poco, cada día, el país.
Suelo no hacer esto, pero hoy me quema en mis documentos. Sale el domingo en Ni a palos.