11.9.07

Sandra y Héctor

Héctor firmó por propia voluntad y con su mano más hábil el formulario de la estupidez humana: 30.000 personas esperaban que echara al 4 de Olimpo y él palpándose los bolsillitos una y otra vez como si mágicamente pudiera aparecer la tarjeta. “Qué nabo importante”, se culpó. Había agarrado dos amarillas. Hizo como que el cuarto árbitro lo llamaba y se corrió un pique hasta los bancos, le acercó la oreja a Benavides, como si le estuviera soplando algo, asintiendo con la cabeza con cara de voy a tomar nota de lo que me decís. Después le susurró: “Traeme rápido una roja, me la olvidé en el vestuario, ¿podés creer?”. Volvió caminando al centro del campo donde yacía el 10 de Belgrano y le dijo al oído: “Sino te hacés el dolorido un rato más no echo al 4”. Hizo ingresar a los médicos con un ademán mientras de coté relojeaba la vuelta de Benavides. La imagen de Sandra le volvía a la mente como una de las formas mejor terminadas de la obsesión. Paveó con un pie un rato. Trotó desentendido cuando se dio cuenta que su colega volvía. Hizo como que le volvía a decir algo, a la vez que se guardaba con carpa la tarjeta en el bolsillo. Volvió al lado del 10. Habían pasado 3 minutos: no echó al 4, eso hubiera demostrado el olvido. En la primera que el 4 fue fuerte sobre uno de los de Celeste le hizo dejar la cancha por doble amonestación y sin tutía. “Una injusticia justa”, se justificó. Después salió con la Policía provincial, escoltado.

Sandra está erguida frente al espejo, inmóvil de tan tiesa, con los ojos bien abiertos. Hace días que no sale de su casa. Está muerta. La mató Héctor. La asfixió con una bolsa de Coto. Ella había amenazado con contarle a su mujer que hacía 20 años que se veían a escondidas. Lo había planeado todo desde que sospechó por primera vez que se estaba viendo con la Joni, compañera de Sandra de trabajo, mucho más joven que ella. Pero la realidad era otra, y es la única verdad, se sabe, y él la dejaba porque estaba dirigiendo sus primeros partidos de primera y no le cerraba tener un amante tan particular. Sandra lo conocía desde chica: eran compañeros de colegio, iban al Champagnat, vivían en el centro y se encontraban a jugar al fútbol casi todos los días a la tarde, enfrente del Ministerio de Educación, en la calle Rodríguez Peña. Sandra en ese entonces era Gabriel y jugaba porque le gustaba sentir los cuerpos más que por amor al deporte. Cabecear en un corner o una falta fuerte con revolcón incluido era material más que suficiente para las noches reveladoras de principios de los ochenta. Ambos venían de familias acomodadas y tenían futuros promisorios hasta que un hermano Marista encontró a Gabriel haciéndole un pete a Héctor en el baño del colegio. Estaban por terminar quinto año, y estaban para cualquier cosa. “Desde que nos conocimos nunca nos separamos”, pensó un segundo antes de morir Sandra -y parecía seguir pensándolo frente al espejo ahora, tras 4 días de lenta pero inexorable putrefacción melancólica, como si eso fuese posible-. Un vecino denunció olor raro: así se desencadenó el final de la en principio eterna coquetería de la Sandra muerta y acicalada y su reflejo. No la velaron.

Sandra es Sandra porque amó siempre a Sandra Mihanovich. Un día la vio en Badía y Compañía y se enamoró como un puto de una mujer, desde la admiración, y se aprendió todas las canciones, e incluso fue al foníatra para que le enseñe a poner la voz que tenía Sandra en Puerto Pollensa, y ahí se iba ella frente al espejo y se cantaba No me quedan más disfraces para actuar, no me quedan más palabras para no llorar, no me quedan más sonrisas para dibujar, tanta felicidad que ya no tengo. Y lloraba, se sentía una sola con Sandra. Sentía que Sandra la entendía, la quería mucho a Sandra. Y tomó una decisión: era 1988, sex humor, el destape, la híper, felices pascuas, y ella quería ser la primera transformista argentina. Leyó muchas revistas que traía su mamá de afuera y sabía de Lisa Minelli, de Barbra Streisand, de Dusty Springfield, y de los tantos transformistas que las imitaban. Ella quería ser la primera transformista argentina y había elegido su diva: Sandra; y su repertorio: Cuatro estrofas; Me contaron que bajo el asfalto; Es la vida que me alcanza; Mil veces lloro. Y mil veces lloraba frente al espejo. Un día no aguantó más y se fue a Finalísima y se quedó en la puerta de Canal 9 hasta que apareció Leonardo Simmons, y después apareció Sandra, y lloró. Y entre lágrimas le dijo que la admiraba mucho y que hacía un show de transformismo en un bar en el que la imitaba y que hasta llegaba a juntar algunos mangos y que quería ponerse tetas. Y Sandra, entre risas nerviosas, le dijo que “gracias por los elogios” pero que si quería ser como ella que no se ponga, porque ella no tenía muchas tetas. Y se rieron juntas y se hicieron bastante compinches hasta que un día la Sandra original le pidió que la deje de molestar un poco porque tenía una pareja que no quería que la siga viendo. Sandra y Sandra se separaron, y en la calle ya no estuvieron más codo a codo, siendo mucho menos que dos. Ni siquiera llegaron al Vos, yo, uno más uno, tema de ese primer disco de Sandra que le valió ser la primera mujer en llenar un Obras en la Argentina.

Sandra se refugió en el alcohol y en la contención de Héctor, que tras ser desheredado por su familia, recaló en el oficio más odiado del planeta: el referato. Héctor comenzó a recorrer las horribles canchas del ascenso del fútbol argentino con hidalguía quijotesca. La cancha de Victoriano Arenas era la más horrible, está literalmente sitiada por el Riachuelo. Un partido en esa cancha se debería jugar con barbijos. “El mundo es un lugar muy complicado para vivir”, solía lamentarse Héctor sobre los pechos nunca operados de Sandra, a quien nunca se acostumbró a decirle de otra manera que no sea Gabriel, o el más andrógino Gaby. Sandra iba a verlo dirigir a esos estadios horribles, y lo alentaba, y los hinchas más de una vez atinaron a golpearla y violarla, pero ella siempre fue más fuerte que un hombre promedio por lo que tenía bastante “aguante”. El tema es que a medida que el apellido Gruppe iba ascendiendo de categoría (la D, después la C, más tarde la B metropolitana, el torneo argentino, el Nacional, etcétera) se iba haciendo más incómodo tener como groupie a un transformista de metro ochenta fanático de Sandra Mihanovich hinchando por él. Se complicaba además porque tenía una mujer y dos hijas adolescentes y él en cualquier momento se iba a convertir en una figura reconocida y popular. Así fue que en cuanto le tocó dirigir algunos partidos en primera (un Banfield-Argentinos y un Central-Atlético de Rafaela en Arroyito) Héctor decidió ponerle Coto a la relación, en el sentido literal, con la bolsa de nylon.

“No podemos seguir así Gabriel. Va a saltar todo y no voy a poder dirigir más. Imaginate lo que van a decir sobre lo nuestro cuando tenga que dirigir a Racing”, le rogó Héctor un sábado mientras miraban una película de Sandrini en Volver y comían orejones y tomaban 7-up diet. Sandra no lo quiso dejar y ahí fue que amenazó con contarle todo a Fernanda y a las chicas si él osaba intentar dejarla.

Se fue a Córdoba y dirigió ese famoso partido en el que la policía esperó a que hubo terminado de dirigir para luego escoltarlo hasta el avión que lo trasladó a la capital en donde fue condenado tras un mediático juicio a perpetua con carátula de homicidio simple agravado por el vínculo. Pero eso ya es historia conocida.

Héctor de vez en cuando sueña con Gabriel pero en sueños lo llama Sandra y al despertar en su cabeza una melodía lo condena: y tu mirada se clavó en mis ojos y mi sonrisa se instaló en mi cara y se esfumó la habitación, la gente, y el miedo se escapó por la ventana.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Me gustó mucho mucho!

El detalle del hermano Marista no podía faltar en esta historia jaja

besos,
marie

Apollonia dijo...

Ex ce len te.