6.9.07

entre la vida y la muerte, una crónica

Estaba pensando muy seriamente qué hacer. Pensaba con un rictus solemne qué hacer. Estaba en la Plaza Francia. Una anciana de unos 73 años y monedas –y con otras pertenencias- se desmayó a mis pies; cayó redonda, cuesta abajo, facilitada por las colinas de la plaza gala y por su caída circular per se. Me acerqué presuroso, no sin habilidad sorteando un imitador de Arjona y dos puestos de artesanías. Alguien ofreció algo por el imitador de Arjona. Lo vendí en el acto, preguntando si alguien ofertaba más por él. Martillé. “El señor de traje gris se lleva al imitador de Arjona en 20 pesos.” Seguí con mi inesperada responsabilidad de salvar la vida de la abuela. Me acuclillé. Tenía signos vitales, estaba con Vida. Vida era su dama de compañía. Paraguaya de nacionalidad. Tenía unos tristes ojos negros redondos como la caída de su patrona, y brillosos, supongo que por el contratiempo. Intercambiamos unas palabras. Le cambie dos “catalejos” con 4 años de antigüedad por un “añamembuí” casi sin uso; hice negocio. Conforme con la transacción lingüística le dije a Vida que le saque el celular a la señora para que me permita llamar al Pami. Vida con delicadeza metió una mano en el bolsillo de la chaqueta de la señora Emilia y me alcanzó el Nokia 6030DX. Marque el 113, era la hora. Marqué el 115, no me contestaba nadie, corté, empezó a sonar. Me reí. Marqué el 102, El teléfono de los chicos. Me volví a reír. Le pregunté a Vida si recordaba el teléfono de consultas de Movistar. “¿112?”, me preguntó confirmándome. “No sé”, le dije, “yo te estoy preguntando a vos”. “Sí, creo que es el 112.” “Sí, es el 112”, balbuceo la señora Emilia a diez centímetros del suelo, horizontal. “Tiene reflejos”, le dije a Vida. “Sí, se hizo los claritos ayer”, me respondió. Le quedan bien, pensé, la hace ver más joven. “Coqueta…”, le dije a Vida como para decir algo y finalizar el confuso episodio mientras el pseudo Arjona de sumaba al grupo de curiosos con preocupación: “¡Señora, póngale Vida a los años, que es mejor!”, la alentó; entreví a la dama de compañía con una postura de orgullo. Marqué 1 1 2. “¿Hola mi nombre es Margarita en qué puedo servirle?” “Hola Margarita. Quería saber el teléfono del Pami”. Me holdeó. I'm walkin' on sunshine...whoa, and it's time to feel good! All right now, it's time to feel good...hey, oh yeah now. Anote por favor.” No llegué a decirle gracias cuando ya una voz robótica me dictó: “0 2 9 6 6 4 2 8 5 8 9; repito: 0 2 9 6 6 4 2 8 5 8 9.” Levanté mi mano derecha -aunque soy zurdo- e hice un montoncito hacia abajo, moviéndola en círculos, como batiendo. Vida no entendió el gesto –más tarde me explicaría que en Paraguay para pedir una lapicera se agita un puño cerrado hacia arriba y abajo, frenéticamente-. Arjona me alcanzó un lápiz negro. Intenté escribir en mi mano el número pero no se llegaba a anotar nada: era como escribir un código de barras con el lápiz óptico en vez de usar el lápiz óptico para leer el código de barras. Además ya me había olvidado el número y estaba escribiendo 0-800 y no sabía qué le seguía. Agarré un papel del piso, pulsé el 2 para repetir el mensaje, y le saqué la rodilla de la boca del estómago a la Señora Elisa, que no entendí como llegó hasta ahí. Oscurecía. Anoté a la par que el robot me redactaba: “0 2 9 6 6 4 2 8 5 8 9”. Volví a escuchar de vuelta el mensaje tres veces mientras comprobaba que hubiera anotado bien los números. El ruido ambiente que generaban los curiosos era estereofónico. Los callé con un manotazo al aire y un shhh sonoro. Marqué el número con relativa impericia. “Pami Escucha.” “Hola, señorita.” “Pami Escucha.” “Sí, ¿qué tal? Estoy con una señora que rodó por el parque.” “¿Está en el Parque Rodó?” “No, señorita, eso es Uruguay, déjeme terminar.” “¿Qué?” “Qué estoy con una anciana en la Plaza Francia.” “¿Hola?” “Sí” “Sí, Pami Escucha” “¿Me escucha?” “¿Esta con una señora en Cucha Cucha?” “No, ¡que si me escucha!” “Ah, sí, lo escucho, diga.” “Que estoy con una vieja que tuvo un accidente” “Está en Guardia Vieja y Lafuente.” “No, no se cruzan.” “Claro, no se cruzan, se lo iba a decir, entonces dónde está” “…” “Sí, Pami Escucha.” “Sí” “…” “Me cortó.” “Está muerta”, dijo Vida. “Mierda.” “Pobre Señora Elvira”, dijo Vida. “Sí, pobre”, dijo Arjona, mientas se alejaba con el hombre del traje gris. Llegué extenuado a casa, me saque el camperón y descargué los bolsillos sobre la mesita de luz: un añamembuí, el teléfono de Pami Escucha y veinte pesos.

4 comentarios:

wallychoo dijo...

Notable, cuasi perfecto...
Muy bueno

Te voy a Linkear, Permiso
despues quiero cometa, Abrazo

Anónimo dijo...

Muy bueno, colega, casi se me pasa el relato. Un abrazo.

Matías dijo...

Estas historias suyas están haciendo de este blog uno de mis preferidos. Me copó el relato, la manera en que cada palabra que se empieza a usar con un sentido inmediatamente adquiere otro. Siempre quiere decir otra cosa. Sobre este desplazamiento se teje el hilo del texto.

Tiene reflejos”, le dije a Vida. “Sí, se hizo los claritos ayer”

"Tenía signos vitales, estaba con Vida. Vida era su dama de compañía"

"Alguien ofreció algo por el imitador de Arjona. Lo vendí en el acto"

"Esta con una señora en Cucha Cucha?” “No, ¡que si me escucha!"

"Estoy con una señora que rodó por el parque. ¿Está en el Parque Rodó?"

Se podría seguir así sin fin, siempre haciendo que la última palabra sea reemplazada por otro sentido, y así indefinidamente. Lo interesante es que el relato termina en la muerte. Como si la muerte tal vez, fuera la única palabra con sentido propio. Lo que ya no puede revertirse. La única palabra verdadera.


Bueno, perdón por la flasheada. No sé si estarás de acuerdo. Para mí fué satisfactorio leer lo que escribiste.

Saludos!!

caca dijo...

Gracias por los eulogios.

Ya que les gustó voy a postear un día de estos alguno de los cuentitos con los que me recibí de cuentista no publicante.