Desde diversos sectores se está intentando revisarle los bolsillos al menemismo, pero nosotros somos los únicos que lo ponemos en perspectiva desde su dimensión real: no es posible entender la década del 90 si no es pensada desde el videoclub de barrio.
¡Qué tarde que llegaste Blockbuster!
Me encuentro esperando a que las rayas verticales de colores de apertura se ajusten sin interferencias, saturadas, con ese pitido que cala los oídos, previo y posteriormente a los dos mil trackings, aún manuales, que el videocasete exigía de mínima, ya alquilado hasta que la amortización de la unidad terminó dejando cientos de desocupados en Santo Tomé, de tanta plusvalía generada, por esas cosas de la incipiente globalización en ciernes.
Y allí vamos, como Cerati, de nuevo al interior del local, donde siempre es de noche, como dice Sanz, a recapitular, a desempolvar viejos recuerdos.
Como bien dijo El Súbito, era Málaga el pasaje que muere en la Cochería. Y como bien dijo también el videoclub ruinó especialmente por la poco aceitada mecánica de la renta audiovisual que el Pelado de Murguiondo supo pergeñar para el seguimiento de las adjudicaciones videocaseteriles. Sin embargo aduce, El Súbito, mal dice, ahora sí, que la quiebra se debió a su cansina dinámica de devolución, que no se correspondía con lo finalmente abonado, porque el Pelado era perdonador. ¡No está aportando nada para entender la muerte del Video Club Murguiondo!
Al menos 3 películas aún siguen juntando polvo y humedad en alguna parte de casa materna: Punky Brewster –pilar en la formación intelectual de Hermana-; El que no corre... vuela; y Los fabulosos Baker boys. Eso explica de manera más acabada la crepuscularidad mercantil de la tienda. Y mi más hondo desasosiego.
Una noche de 1993 soñé con la posibilidad de que el Pelado cualquier día repase la ficha y descubra la escamoteada fílmica alevosa. Acto seguido, se presentaría en casa para reclamar la deuda total. Tal pasadilla me incorporó sobresaltado. Ayudado por una calculadora científica multipliqué los australes diarios por un tentativo de los días pasados. Más o menos teníamos que hipotecar la casa para pagar esa deuda. El tema no lo conversé con nadie por mucho tiempo pero la cuestión me siguió dando vueltas en la cabeza hasta que al final pude sublimar mi miedo cuando la maestra de quinto nos mandó hacer un pequeño cuento tema libre sobre cualquier cosa. Hábilmente alteré mi familia por Un Conejo que iba al videoclub y alquilaba una película y se olvidaba de devolverla: los tiempos de la indevolución se extendían por años hasta que fatalmente se presentó el dueño del videoclub a la casa del Conejo Expiatorio y le reclamó una exponencial cifra símil 20.207.251,60 australes. El texto era muy corto y, cada dos líneas, se desglosaba en largos ceros, que se incrementaban pasados los días que el Conejo sufría con su cuerpecito la retención de películas, lo que, como asignatura, terminaba asemejándose más una tarea de matemáticas que de lengua.
Recuerdo además que dibujé con un lápiz negro, superpuesto a la breve prosa, El Conejo Aludido en su Sillón, con su Tele, y sus Videos –cajitas a las que nominé con los títulos reales de las películas que estaban en casa desquiciándome; todas eran rubias y cada día habían visto a la muerte trabajar. Eso es todo.
La maestra me puso un Rehacer que sumió a mi tristeza al primer sentimiento del ranking, postergando al miedo al Pelado-recaudador-de-videos-olvidados al segundo puesto, lejos.
4 comentarios:
disculpá, no te entiendo lo que querés significar...
Emo,
¿Por qué te tenés a vos mismo en el blogroll? ¿Te emo-ciona encontrarte allí?
Una videocassetera sin tracking era como un auto con cambios automáticos: no tenía gracia que haga todo por vos.
Los videoclubes tienen ese no sé qué.
esa maestra era una tonta total
lo escribió en rojo o verde el "rehacer"?
Publicar un comentario