Podía pasarme horas disponiendo objetos en una superficie. Equidistantes, con lógica, con cierta belleza, con estilo. De pibe cualquier ocasión era propicia para vaciar una caja sobre la mesa del living. Después era cuestión de ordenarlas. Piedras, muñecos, autitos, caracoles.
No es extraño entonces que, avanzado en la carrera de diseño gráfico, un día, me decidiera a dejar todo por mi vocación: ordenar.
Ya había adquirido ciertos conocimientos del espacio. Ya había aprendido de linealidad, de balance, de contrapeso. Había estudiado minuciosamente la composición del plano que hacían los constructivistas rusos. Ya había observado la frialdad de la escuela bauhausiana. Ya había admirado hasta el hartazgo el equilibrio de Piet Mondrian. Pero lo mío no era el plano, acomodar lo chato, plantar una hoja, diagramar. Lo mío era, cómo decirlo, más plástico… ¡era ordenar los objetos! No era arquitectura tampoco, era más parecido al trabajo del diseñador de ambientes, si se quiere, pero con lo impredecible como factor determinante. Porque en una revista de decoración (siempre esas casas se ven en revistas, no conozco nadie que tengas esas casas en su casa), decía, en una revista de decoración, se puede admirar la sutil capacidad, el gusto de un elegante diseñador que dispuso un sillón perpendicular a la mesa ratona provocando un oasis para los ojos, se puede, cómo no. Pero el azar no contribuye en esta disciplina, uno elige sus elementos y compone, y cuanto más capital tenga más sencillo será que los objetos se articulen de acuerdo a lo que buscamos. Mi interés era más inverosímil. Yo quería ordenar objetos ya dados, poner mi creatividad manifiesta al servicio del orden de lo establecido, el equivalente a hacer una rica ensalada con las cosas que quedan en la heladera. La obra como resultado de lo azaroso.
Un tiempo anduve a la deriva, lo reconozco, en la certeza de mi interés trascendente, pero en la imposibilidad de ganarme la vida con eso. Hay que sincerarse: entendí que era un hobby, como coleccionar estampillas, no era fácil ganarme la vida con eso, por eso pensaba cómo.
Trabajaba de ayudante contable, mientras tanto, pasando a un software muy poco amigable las facturas de establecimientos comerciales para sumar crédito fiscal descontable del pago de IVA, para un contador de barrio. Lo bueno de este tipo de trabajos mecanizados es que se hacen sin tener que pensar en hacerlos. Y todo ese pensamiento se puede poner en función de las ideas abstractas. Y pensaba mucho. Pensaba en cómo hacer para poder vivir de lo mío, soñador de mí, vivir del orden, que no es limpieza, es el orden. No confundamos orden con limpieza, por favor. Yo puedo vivir en un ambiente sucio pero condenadamente ordenado. Pero me es imposible ser feliz con un montón de ropa apilada sobre un parqué reluciente.
Mi entonces jefa, la contadora Echevarria, me mandó al bar de Arribeños a buscar las facturas y los 24 rollos de la máquina registradora, para calcularle el IVA. Cuando llegué, Martínez, el dueño del bar El Monarca, me hizo esperar un momento porque se había olvidado de juntarme los comprobantes. Entonces me sirvió un café con leche, mitad y mitad, y me dejó de frente al televisor flotante enclavado en Crónica desde tiempos inmemoriales. Y lo vi, con mis propios ojos, no lo voy a ver con ojos ajenos, y todo cerró, estaba todo tan claro, cómo no me había dado cuenta antes, sería porque lo miraba con ojos ajenos.
Quizás haya sido mi animadversión congénita a las fuerzas de seguridad lo que hizo reprimirme lo que siempre tuve tan claro, El Decomiso. ¡Yo quería ordenar el decomiso! Quería ser quien pusiera las balitas por acá, los revólveres en fila por allá, las pastillas decomisadas en figuras sorprendentes, quien acomodara equidistantemente los 45 paquetes de marihuana, cubriendo una superficie de frontera toda.
Pregunté en una comisaría dónde se hacían los cursos de acomodamiento de decomisos y se rieron tanto de mí que supuse que la tarea estaba en manos de improvisados aún. Hice un curso en la Policía Científica, con el solo fin de empezar a conocer gente relacionada con estos procedimientos llamados “tortuga blanca”, “diamante blanco” “tormenta de fachos”. Y ahí nomás me fui haciendo camino. Desde el principio supe que no tenía que convencerlos de la importancia del orden del decomiso, supe que tenía que hacerme cargo: los resultados solitos me iban a dar la razón a la larga.
Mi primer laburo fue en el año 1997 en un aguantadero en Isidro Casanova. Hice un gran trabajo de composición, eran esos barrilitos plásticos made in china que se abrían a la mitad y que contenían un paño con el huequito para poner un anillo. Debajo de la felpa de esos 1000 barrilitos se ocultaban dosis de cocaína de 2 gramos, por unidad. Lástima que no llegó Crónica para documentar mi trabajo. Le puse a mi obra “Redondo redondo barril sin fondo”, haciendo un juego de palabras con el anillo ausente. El procedimiento secreto se llamó “barrilitos blancos”. Al otro día dijeron que habían encontrado 800 barriles. Desde ese día impuse secretamente la idea de ponerle nombre a mis obras efímeras. Era efímera porque se desdecomisaba tan rápido como la foto que mi compañero Salvatierra sacaba, y además era única porque nunca aparecerían la misma cantidad de objetos que al momento del decomiso se hacían. Era arte en movimiento, con lo dado, desde el azar, con objetos que no existirían más, y con la certeza de que no se podía preservar en el “lienzo” por más de quince minutos.
Recuerdo cuando delinee lo que llame Menta y Limón, compuesto por 2 pistolas semiautomáticas 8mm más 17 balas de plata, sobre un acrílico de 25 x 4 cm. El resultado fue tan conmovedor que lloré. Intenté autocomprarme mi realización, no me dejaron. Al momento del soborno, en un descuido, quedaban sólo 12 balas: la obra se había desvirtuado por completo.
Ahí supe que nunca podría preservar mis obras, y esa certeza me llevó trabajar desde lo audiovisual, mediante las filmaciones de canales de noticias, como desde lo gráfico, con la ayuda de Salvatierra, quien guarda mis mejores trabajos en su archivo y con quien estamos planeando para fines de 2009 hacer una exposición en la Departamento Central de la Policía Federal. Se llamaría Decomisos, y están todos invitados, desde ya.
2 comentarios:
hasta el cuarto párrafo pensé que hablabas de vos exagerando un poco la realidad.
me gustó mucho la progresión del relato. soy fan de tu blog, siempre hay por lo menos una pizca de absurdo que me gusta muchísimo.
Bien hecho, Natan!!
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